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Proyecto Visión 21

Donar libros me enseñó una inesperada lección

De niño, mi padre me llevaba cada sábado por la mañana a una tienda de artículos usados a comprar libros.  Décadas después y al otro lado del continente, todavía conservo decenas de aquellos libros. Aún más importante, también conservo el deseo de seguir comprando libros. El problema es que los libros ocupan lugar.

Por eso, recientemente me decidí a revisar mi biblioteca para ver si había libros repetidos (encontré varios) o libros que, aunque en buenas condiciones y con innegable valor educativo, ya no me servían (encontré cuatro cajas).

Tras seleccionar esos libros (casi todos ellos en inglés), preferí llevarlos a la biblioteca de un cierto colegio cerca de Denver. Llamé para hacer una cita, y en el día y la hora acordados, llegué con mis cuatro cajas llenas de libros.

La cara de asombro de la bibliotecaria me hizo ver que ella no esperaba tal cantidad de libros. Después de abrir las cajas, su cara reveló que ella tampoco esperaba tal calidad de libros, ya que la mayoría eran de tapa dura y con una amplia variedad de temas, desde psicología e historia hasta política y teología.

La bibliotecaria me preguntó entonces por qué estaba donando los libros. Porque no tengo espacio y porque ya no los uso, le expliqué. Y luego me preguntó dónde había yo obtenido todos esos libros.

Comencé mi respuesta con la misma anécdota con la que comencé esta columna: mi padre creó en mí el hábito de comprar libros. De hecho, le dije, yo compré muchos de los libros que en ese momento yo estaba donando. Unos pocos, le expliqué, habían sido regalos. Por ejemplo, hace ya varios años, un educador, al jubilarse, me regaló muchos libros, algunos de los cuales eran ahora parte de la donación.

La bibliotecaria me preguntó el nombre del educador jubilado (un señor estadounidense) y se lo di. Días después me enteré que el colegio que había recibido mis libros le había enviado una carta a ese hombre agradeciéndole por la donación. A mí, sin embargo, no me llegó ninguna carta ni espero que me llegue.

Me pregunté cómo podía ser que si yo compro los libros, yo selecciono los que quiero donar, yo los coloco en las cajas y yo los llevo hasta la biblioteca, luego otra persona reciba el agradecimiento.

Tras algunas discretas averiguaciones, la respuesta quedó clara: la bibliotecaria no creyó mi historia que esos libros fuesen míos. Y no lo creyó porque eran libros en inglés, de calidad y de temas “académicos”.

En la mente de esta bibliotecaria (y en la de muchos otros), un inmigrante latino no lee ni estudia esos libros y, por lo tanto, los libros deben ser de otra persona (estadounidense) que sí los lee o los leyó. Y si yo doné los libros, fue por no entenderlos.

Aprendí mi lección. La próxima vez donaré los libros a una tienda de segunda, donde no cuestionan mi capacidad intelectual y hasta me dan un recibo para deducir la donación de mis impuestos.

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