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Proyecto Visión 21

Los mensajes contradictorios erosionan la confianza y la ética

Francisco Miraval

El viejo refrán “Haz lo que yo dijo, pero no lo que yo hago” sigue siendo tan válido en la actualidad como lo fue en cualquier tiempo pasado, pero también debe ser contextualizado apropiadamente para nuestra época.

“Haz lo que yo dijo, pero no lo que yo hago” implica, en primer lugar, que quien expresa este dicho lo hace sabiendo que su conducta no necesariamente está de acuerdo con sus creencias, o al menos con la expresión de esas creencias.

Sabiamente, el refrán desdobla el “yo” en dos, uno para decir y otro para hacer, contraponiéndolos uno al otro y abriendo el debate sobre si son o no son el mismo, es decir, sobre la identidad personal y moral del individuo en cuestión.

El compartir este refrán también significa que la persona que los dice es consciente que sus acciones tienen un cierto impacto en la conducta y en las acciones de por lo menos otra persona, en esta caso, su interlocutor.

Finalmente, el refrán sólo es posible en medio de una relación yo-tú, es decir, en el marco de la inmediatez de un diálogo que busca iluminar a alguien con menos experiencia en la vida sobre las contradicciones y paradojas que se encuentran y viven en este mundo y en esta sociedad.

El refrán, en definitiva, encierra un autoanálisis ético, un reconocimiento de las consecuencias de las acciones personales, y una invitación (aunque sea brevísima) al diálogo directo y a la reflexión.

Creo, sin embargo, que esos tres elementos han desaparecido o por lo menos están en el proceso de desaparecer.

Si somos honestos, la idea de un autoanálisis ético suena no solamente extraña y anticuada, sino incluso ridícula. En vez de escudarnos y excusarnos detrás del “Haz lo que yo dijo, pero no lo que yo hago”, la respuesta actual generalmente es “¿Y a ti que te importa?” o “Si no te gusta, vete”, o “Tengo derecho a hacer lo que me venga en gana.”

Como consecuencia de la falta del autoanálisis, resulta imposible asumir las consecuencias que las acciones propias tienen en otros. De hecho, esas consecuencias resultan irrelevantes porque en una sociedad hiperindividualista y narcisista jamás se piensa en los otros ya que no hay “otros”. Ni siquiera hay “nosotros”, sino solamente “yo”.

Y aunque el “yo” siga tan desdoblado como el del refrán inicial, ese desdoblamiento ya no se ve como un problema, sino como algo normal. Por eso tampoco existe el diálogo, ni siquiera con nosotros mismos.

Lo que ahora se llama diálogo es una comunicación siempre mediatizada, sea por los medios masivos, por las redes sociales o por artefactos electrónicos.

Quizá por eso ya nadie pide disculpas por la incongruencia entre sus palabras y sus acciones, por lo que políticos, maestros, religiosos y cada uno de nosotros pueden y podemos enviar mensajes contradictorios e hipócritas, aconsejando a otros que hagan lo que nosotros no hacemos.

Pero esos mensajes cruzados o encontrados erosionan la autoconfianza y la ética de quienes nos escuchan y observan.

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