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Proyecto Visión 21

María se quedó sola, pero no por mucho tiempo

 

Francisco Miraval

Pocas cosas son peores en la vida que encontrarse repentinamente sin un lugar para vivir y sin trabajo, y no por culpa propia. Y la situación resulta aún peor si la persona afectada es una joven inmigrante todavía aprendiendo inglés y cuya familia vive literalmente en el otro extremo del continente.

Tal es el caso de “María”, quien no tiene más de 20 años ni más de dos años en Estados Unidos. María, como muchos de nosotros, llegó dispuesta a conquistar el futuro y crear una vida mejor para ella y para sus padres, quienes se quedaron en su país natal.

María le pagó a una agencia para venir a vivir, estudiar y trabajar en Colorado. De hecho, hasta le consiguieron una familia con quien quedarse. Todo parecía ir bien, hasta que, casi sin aviso, la familia en cuestión decidió mudarse a otro estado, dejando a María literalmente en la calle.

La inmigración (incluso con documentos) siempre resulta traumática. La soledad parece interminable. Uno se siente siempre fuera de lugar, físicamente aquí, pero mentalmente todavía “allá”. Ese es el caso de María, quien todavía siente el conflicto entre “este país” y “mi país”.

Por miedo, por vergüenza, o simplemente por no haber sido consciente de las verdaderas dimensiones del problema, María intentó resolver por su cuenta el desafío de encontrar un lugar donde vivir y un empleo estable, y de hacer ambas cosas con un buen inglés, pero todavía limitado, sin teléfono, y casi sin tiempo ni dinero.

Tanta fue su desesperación y soledad que poco antes de la medianoche del jueves pasado, María se comunicó conmigo, pidiendo mi ayuda e indicándome que necesitaba “un milagro” para el día siguiente. Caso contrario, sus sueños de completar su carrera universitaria en Estados Unidos podrían desaparecer, sin que ella hubiese hecho nada mal.

El pedido de María me llevó a contactar a unos cuantos conocidos que, por su posición económica o social, creí que podrían ayudar. Algunos, unos pocos, me enviaron tibios mensajes pidiéndome que les dijese cómo podían ayudar. El resto respondió con un ensordecedor silencio.

Pero cuando los conocidos no hicieron nada, los desconocidos lo hicieron. El pedido de ayuda a María comenzó a circular en lugares inesperados y entre personas a quienes no conozco, ni me conocen, ni conocen a María. 

Repentinamente, desde amas de casa hasta acaudalados empresarios comenzaron a ofrecer sus casas o empleo a María. Algunos dijeron que ayudarían con la mudanza. Otros, con los gastos de comidas. Y otros ofrecieron una solución permanente. Desconocidos comenzaron a hablar unos con otros y el milagro sucedió. Un día después de su llamado en desesperación, María había encontrado un trabajo estable y una familia con quien quedarse a largo plazo.

“Parece que todo Colorado quiere ayudarme”, me dijo María. En realidad, fueron sólo unos muy pocos de los residentes de Colorado quienes abrieron sus corazones para ser hospitalarios. Me pregunto cuántos problemas se resolverían para tantas otras “Marías” y “Marios” con más desconocidos de buen corazón como estos.

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