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Proyecto Visión 21

Quedé atrapado en la fea danza del círculo de la ignorancia

Francisco Miraval

El teléfono de mi oficina repentinamente dejó de funcionar. Revisé las conexiones y el aparato y todo estaba en orden, pero no había señal, por lo que no se podía ni hacer ni recibir llamadas.

Luego de una nueva revisión y de comprobar que nada se había desconectado, llamé desde mi celular a la compañía de teléfono. Marqué “9” para hablar en español (generalmente responden más rápido) y casi inmediatamente me respondió una grabación en inglés pidiéndome el número de teléfono y una descripción del problema.

¿Para qué piden que uno marque “9” para hablar en español si luego responden en inglés?, me pregunté. ¿Será solamente una broma de mal gusto o algo más siniestro?

Sea como fuere, finalmente logré hablar con alguien (en inglés) y le expliqué el problema. Tras escucharme y obligarme a repetir lo que yo ya le había dicho, el representante de la empresa telefónica me dijo que él no sabía lo que pasaba y que la única solución era enviar a un técnico, con un costo de 99 dólares por hora, para resolver el problema.

Sin importar lo que yo preguntase o respondiese, la única respuesta que recibí fue “Podemos enviar a un técnico”. La conversación (si es que así se la puede llamar) fue tan desagradable y hasta deprimente que me sentí atrapado en la fea danza del círculo de la ignorancia. Y no fue la única vez.

Una de las compañías a la que ofrezco trabajos de consultoría adoptó una nueva tecnología para envío de pagos. Para poder activarla, fui al banco en el que tengo mi cuenta. La cajera dijo que nunca había visto esa tecnología y me pidió hablar con representante, quien me dio la misma respuesta y luego llamó al gerente de la sucursal, quien dijo que él no sabía nada de la nueva tecnología.

De hecho, el gerente estaba seguro que era algún tipo de fraude del que yo iba a ser víctima o, peor aún, que yo quería cometer. Traté de explicarle que mi visita al banco no fue ni para cometer fraude ni para pedir explicaciones de la nueva tecnología, sino sólo para activarla. Pero no hubo caso. La danza de la ignorancia seguía circulando a mi alrededor, frustrándome.

Esos ejemplos podrían multiplicarse casi hasta el infinito. Uno pregunta una cosa y le responden con otra, sin relación alguna con la pregunta. O creen que uno es el ignorante y me empiezan a explicar lo básico de lo básico, como si yo no lo supiese. O, aunque se llaman expertos, realmente no saben nada, excepto hacerse pasar por expertos.

Mientras tanto, la danza de la ignorancia gana en frenesí, transformándose de buitres revoloteando a pirañas atacando. El escape resulta difícil, sino imposible, porque quien profesa saber no sabe y todos profesan saber.

Sócrates decía “Solo sé que no sé nada” y Pablo de Tarso hablaba del final de “los tiempos de la ignorancia”. Nuestra ignorancia, lejos de ser docta (como decía Nicolás de Cusa), es simplemente ignorancia.

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