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Proyecto Visión 21

¿Cuánto realmente vale lo que desechamos con tanta facilidad?

Francisco Miraval

Recientemente me enteré de la existencia de una fruta que crece naturalmente en ciertas zonas del norte de Estados Unidos y que, por carecer de todo valor nutritivo o comercial, simplemente se la ignora.

La fruta se conoce como falsas naranjas o naranjas Osage. Es verde por afuera, tiene el tamaño de una pelota de softbol y su interior tiene un cierto parecido a un cerebro, por lo que también se la conoce como “cerebro de mono”.

El único momento en el que alguien le presta atención a esa fruta es cuando caen tantas al suelo del árbol que las produce que bloquean alguna carretera rural y hay que despejarlas, ya que no sirve de alimento para las personas y puede ser dañina para los animales.

Por eso, simplemente se la deja caer al suelo y, cuando se acumulan demasiadas, se usa maquinaria pesada para depositarlas en alguna trinchera o pozo donde no molesten.

O eso es lo que se hacía antes, hasta que un ingeniero químico de Iowa, Todd Johnson, descubrió, siguiendo los consejos de su tío abuelo, que las falsas naranjas tienen propiedades curativas y antiinflamatorias.

Johnson abrió su compañía y empezó a vender un aceite extraído de las semillas de las falsas naranjas a 85 dólares por 14 gramos, es decir, unos 6000 dólares por kilogramo, o 6 millones de dólares por tonelada. Y Johnson piensa vender hasta 2000 toneladas el año próximo. (Para detalles, consultar la historia de la Radio Pública de Iowa sobre este tema).

Nada mal para una fruta que hasta no hace mucho tiempo era considerada una molestia por su gran cantidad, por caer de grandes árboles (miden hasta 18 metros de alto) y por estar en árboles con espinas, que dificultan el acceso a la fruta.

Sin embargo, alguien descubrió el verdadero valor de las falsas naranjas como una fuente de sanidad para heridas en la piel. De hecho, para ciertos granjeros de Iowa las falsas naranjas son ahora económicamente más redituables que cultivos tradicionales como el maíz.

La historia me llevó a preguntarme cuántos elementos tenemos en nuestras vidas (creencias, ideas, experiencias, amigos, sueños) a los que simplemente descartamos porque considerarlos inservibles o porque nos hacen creer que son inservibles.

Y me pregunto cuánto de esos elementos podrían traer sanidad a nuestras vidas si simplemente nos atreviésemos escuchar la sabiduría de nuestros ancestros (como lo hizo Johnson con su tío abuelo) y, por eso mismo, nos atreviésemos a iniciar nuestro propio viaje de descubrimiento.

Obviamente, no estoy hablando de encontrar algo en nosotros o en nuestra posesión sólo para obtener cierta ganancia económica (aunque eso no estaría mal.) Me refiero, por el contrario, a los auténticos tesoros escondidos dentro de nosotros y olvidados simplemente porque, sobre la base de lo que otros nos dicen, creemos que no tienen valor.

Quizá debamos dejar de escuchar a quienes nos desvalorizan, nos ignoran y nos desechan y, como la falsa manzana, abrir y compartir nuestros tesoros de sanidad cada vez que alguien los necesite.

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