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Proyecto Visión 21

“¿Hasta cuándo, Dios? ¿Hasta cuándo?”

Hace años, cuando mis hijos eran pequeños, fuimos con la familia de excursión a las montañas. En el camino de ida, mis hijos repitieron con frecuencia una sola pregunta: ¿Cuánto falta para llegar? Y al final del día, regresando hacia la casa, nuevamente repitieron la misma pregunta: ¿Cuánto falta? Y es lo mismo que nos preguntamos durante esta pandemia: ¿Cuánto falta? 

En la antigüedad, en tiempos de crisis, fuesen plagas, guerras o hambrunas, los profetas y los creyentes elevaban sus manos, sus ojos y sus voces al cielo y exclamaban “¿Hasta cuándo, Dios? ¿Hasta cuándo?”, pidiendo la intervención de la divinidad para terminar con una crisis que, de otro modo, terminaría con el pueblo afligido por esa crisis. 

En el siglo 21 ya no le imploramos a la divinidad ni buscamos su intervención. Y no porque, como dijo Nietzsche, Dios ha muerto y nosotros lo hemos matado, sino porque ya ni siquiera nos interesa si Dios vive o si murió, o si alguna vez existió. De hecho, en medio de la crisis, hemos pasado del “¿Hasta cuándo, Dios?” al “¿Y a mí qué me importa?”

Y aunque a Dios, vivo o muerto, ya no lo buscamos (de hecho, ya ni siquiera lo molestamos para saber si realmente dijo lo que nosotros decimos que dijo), encontramos otras entidades cuasi-supremas, como el gobierno y la ciencia, a quienes les suplicamos que aceleren el proceso de sacarnos de esta crisis. Y si no lo hacen, entonces ya no “creemos” en ellas. 

Estamos como los niños en el asiento trasero del carro: somo parte del viaje, pero no conducimos el vehículo, no conocemos la ruta, no sabemos cuánta falta y no tenemos idea de a dónde vamos. Aún peor, los “conductores” (el gobierno, la ciencia) se muestra casi impotentes en su tarea de sacarnos adelante y ni siquiera pueden ofrecer respuestas medianamente coherentes.

En muchos aspectos, podría decirse que hasta nos tratan como los niños en el carro: nos dan respuestas evasivas como para calmarnos, pero esas respuestas sólo se pueden usar unas pocas veces antes de que quedan “desgastadas” y se vuelvan inaceptables. Para ser más directo, se vuelven mentiras (y quizá siempre lo fueron). 

Pero a diferencia de un viaje a las montañas, en este caso ya no hay un regreso. No se puede volver al pasado. Algo cambió definitivamente para siempre. 

Aunque todo luce igual (los parques, los restaurantes, el gimnasio, las escuelas), nada se siente igual. Una entidad invisible y maligna nos acecha y, al contrario de lo que sucedía en la antigüedad, ya no tememos una divinidad a quien cuestionar ni rituales o amuletos que nos protejan. Mientras tanto, no sabemos ni a dónde vamos ni cuánto falta.  

Quizá por eso este sea un excelente momento para regresar al estoicismo de la antigüedad, una filosofía que (aunque muchos no lo saben) sirvió de fundamento tanto al cristianismo como a la psicología moderna.  Quizá sea este el momento de simplemente ir, sin preguntar ni cuánto falta ni a dónde vamos. 

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