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Proyecto Visión 21

Mi largo e impronunciable nombre me impide triunfar

Francisco Miraval

Al color de mi piel, mi acento al hablar inglés, mi etnicidad y mi sobrepeso ahora debo agregarle a lista de factores que me impiden tener éxito en Estados Unidos el hecho de tener un nombre largo y difícil de pronunciar, según un nuevo estudio.

El informe, publicado en diciembre pasado el Journal of Experimental Social Psychology, indica que las personas con nombres y apellidos cortos y fáciles de pronunciar reciben mejor tratamiento por parte de jefes y supervisores y mejores calificaciones por parte de sus maestros o profesores.

En otras palabras, tener un nombre corto y fácil de pronunciar facilita tener éxito en la vida, según Simon Laham, de la Universidad de Melbourne; Adam Alter de la Universidad de Nueva York, y Peter Koval, de la Universidad de Leuven, Bélgica.

Quizá no sea casualidad que estos académicos se llamen “Simon”, “Adam” y “Peter”, y que sus apellidos sean cortos y fáciles de pronunciar.

Un estudio del 2009, por Lief Nelson y Joseph Simmon, ya había demostrado que entre alumnos universitarios, aquellos cuyos apellidos empiezan con “A” o “B” obtienen mejores calificaciones que quienes tienen apellidos que comienzan con “C” o “D”.

Otros estudios ya habían encontrado que las personas con nombres afroamericanos o hispanos tienen menos posibilidades que se los vuelva a llamar después de una entrevista de trabajo, mientras que jóvenes con nombres populares y comunes tienen generalmente menos problemas con las autoridades.

Pero, según Laham y sus colaboradores, el llamado “efecto de la dificultad para pronunciar nombres” es un descubrimiento nuevo.  Estos investigadores afirman que la dificultad en pronunciar el nombre de una persona provoca actitudes negativas hacia esa persona, sin importar su etnicidad. Sin embargo, en el caso de las minorías, ambos factores se combinan.

A los “Smith” y “Johnson” les va mejor, sólo por tener esos apellidos, que a quienes tienen apellidos de tres o cuatro sílabas con numerosas consonantes o diptongos.

En definitiva, antes de que la gente ya no me juzgue por el color de la piel y lo haga sólo por el contenido de mi carácter, ahora también debe dejar de juzgarme por tener un nombre casi impronunciable.

¿Pero en dónde realmente radica la dificultad? ¿En mi nombre o en la mente de la otra persona? Muchas veces, cuando alguien que habla inglés me pregunta cómo se escribe mi nombre, les digo “Como la ciudad en California”. A lo que generalmente responden “¿Qué ciudad?” Siento entonces la tentación de responder “Santa Bárbara”, aunque nunca lo hago.

Otros me preguntan si pueden llamarme “Frank”, a lo que respondo que no, porque ese no es mi nombre y nunca lo fue. Argumentan entonces que “Frank” es más corto que “Francisco”. Obviamente es más corto, pero sigue sin ser mi nombre.

Quiero dejar en claro que no es mi intención “hacerme la víctima” y escudarme detrás de actitudes discriminatorias para explicar mis “fracasos”. La intención es mostrar que las actitudes discriminatorias, de las que todos somos culpables, se esconden frecuentemente en los lugares menos pensados.

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