
Existe una gran variedad de creencias a las que podemos considerar nocivas por el efecto negativo que tienen en nuestras vidas una vez que las aceptamos, en la mayor parte de los casos, de manera inconsciente y acrítica. Una de esas creencias, ahora muy predominante, es asumir que no existen alternativas posibles o nuevas oportunidades a nivel personal o global.
La toxicidad de la idea de que “No hay alternativas a la realidad actual” radica en que, de esa manera justificamos el actual sistema social (es decir, el status quo) incluso cuando ese sistema no nos favorece y, de hecho, perpetúa las desigualdades, según explica el psicólogo social John T. Jost en varios artículos y en Una teoría de la justificación (2020).
Creer que no existen alternativas es una forma de buscar seguridad material y estabilidad grupal en un contexto negativo para la identidad y la historia personal y comunitarias, reduciendo así el nivel de ansiedad. Pero, en contra partida, negamos el devenir creativo de llegar a ser lo que podemos ser.
Esa negación de la existencia de oportunidades y posibilidades aún no exploradas generalmente va acompañada de otra creencia altamente nociva, la de creer que nuestra vida no experimentará cambios repentinos, profundos, inconsultos e irreversibles, creyendo ilusoriamente que vivimos en un mundo coherente y previsible.
El “beneficio” de creer que la vida no cambia en un instante es reducir la angustia generadas por cambios repentinos y por la potencial pérdida de control de nuestras propias vidas, pero de esa manera bloqueamos toda esperanza y nos resistimos a la transformación. Como sugiere William Miller en Cambios cuánticos (2001), nos cerramos a “epifanías” en la vida diaria.
En definitiva, esas dos creencias (una que niega las alternativas y otra que niega la transformación repentina) forman una doble barrera ante la transformación personal y social. La primera fija el horizonte de lo posible, la segunda cancela el momento de ruptura. Ambas nos llevan a silenciosamente abandonar los futuros que podríamos habitar.
Cuando las personas y las comunidades asumen que el orden actual es el único posible, renuncian a imaginar, y con ello clausuran el poder anticipatorio que Ernst Bloch llamaba el todavía-no: esa conciencia capaz de intuir lo que aún no ha sido, pero podría ser, en contraposición con una “repetición insoportable de un presente que no hace más que clonarse una y otra vez” (Martí Peran, Futuros abandonados, 2014).
Y mientras que la neurociencia y la psicología del cambio demuestran que los giros decisivos suelen ser súbitos, como destellos de comprensión que reconfiguran nuestra percepción, muchos niegan esa posibilidad, clausurando el instante (kairós) como lugar de revelación y, como consecuencia, cerrándose al futuro.
Entonces, abandonamos los futuros no solo por miedo o comodidad, sino porque dos mecanismos de creencia los neutralizan: la imposibilidad de imaginar lo distinto y la negación de la súbita apertura del tiempo.
Recuperar los futuros (plural) exige una “crítica del instante”, una disposición a reconocer que el cambio puede emerger de repente, en cualquier grieta del presente.

