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Proyecto Visión 21

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NOTA: Estos comentarios reflejan nuestros pensamientos y reflexiones sobre un cierto tema en el momento en que fueron escritos. Los comentarios no son nunca la versión final de lo que pensamos y pueden o no guiar nuestras acciones en nuestro trabajo profesional. 

COMENTARIOS SEMANALES

¿Dejaremos nuestras decisiones y nuestro futuro en manos de “sabios de silicio”?

El rápido avance de la inteligencia artificial (creada por nosotros mismos, vale la pena recordar), sumadas a las constantes pruebas de nuestra ineptitud para vivir en armonía con el planeta y con los otros, han motivado a un creciente número de personas a insistir que la IA debe tomar importantes decisiones sobre nuestro futuro y quizá incluso gobernar nuestras vidas.

La nueva situación ha sido catalogada por el Dr. John Vervaeke, neurocientífico y filósofo de la Universidad de Toronto, como la llegada del “sabio de silicio” (“silicon sage”, en inglés). Por su parte, el divulgador científico español Ignacio Crespo describe la nueva tendencia como el arribo del “augur binario” (excelente descripción sin dudas).

Más allá del nombre que se utilice, queda claro que ante nuestra propia y evidente incapacidad como humanos de resolver nuestros propios problemas muchas personas (cuántas personas no se sabe) asumen que sería mejor que la IA tome las decisiones. Y, cuando se trata de decisiones políticas, sobran las razones y los ejemplos que indican que sería mejor que los políticos no decidan.

Pero ¿dónde quedamos nosotros los humanos? Quiero decir: ¿de qué nos sirve ser humanos si ya no podemos o no queremos decidir por nosotros mismos? Dicho de otro modo, ¿en qué nos hemos convertido (o estamos a punto de convertirnos) si hasta tenemos que delegar, o tenemos la intención de delegar, en la IA nuestras más importantes decisiones?

Parece que no nos resulta suficiente que los algoritmos decidan qué debemos comprar en línea o qué película debemos ver o qué mensaje en las redes sociales es o no es para nosotros. Parece que tampoco nos resulta suficiente que la IA monitoree nuestros correos electrónicos o genere textos e imágenes (casi) al nivel de los creadores humanos. Ahora queremos dejar nuestras vidas enteras en manos de la IA.

Esa situación, esa tendencia poco tiene de progreso y mucho de retroceso porque parece concederle al augur binario, al sabio de silicio un nivel de sabiduría y de justicia por encima de cualquier ser humano y, por lo tanto, se considera apropiado y hasta necesario depositar toda nuestra confianza (y apostar nuestro futuro) a las decisiones que tome la IA, es decir, nuestra propia creación.

¿Dónde quedaron entonces las grandes tradiciones de sabiduría que durante milenios han sido transmitidas, escritas y repensadas en casi todas las culturas alrededor del mundo? Me atrevo a decir que quedaron atrapadas (es decir, devaluadas y tergiversadas) dentro de incontables “videítos” publicados en las redes sociales mayormente por aquellos que nada saben de esas grandes tradiciones.

No estoy sugiriendo ni volver al pasado ni desconectar la IA. Pero, a la vez, me desagrada la idea de que la humanidad llegue al punto de rendirse ante su propia creación, de dejar de lado toda capacidad de recordar, vivir y pensar. De hecho, me aterra esa situación.

Como bien decía Dante en el Canto 1 del Infierno, quienes entran al infierno son quienes se olvidaron de las bondades del intelecto, quienes dejaron de pensar.

Poco ha cambiado nuestra sociedad en los últimos dos milenios y medio

Recientemente leí que alguien expresó que en nuestra sociedad “todo está perdido” porque “los malos sirven de buen ejemplo y los buenos de burla”. Esa queja refleja la “desintegración de los pilares fundamentales” de la sociedad actual, y, más específicamente, los grandes “desafíos éticos” que enfrenta el mundo en estos momentos.

Pero esa no fue la única queja que encontré publicada en medios de comunicación en los últimos tiempos.

Alguien más se quejaba, por ejemplo, de que vivimos en un momento en el que  “aquellos que aún no han sido humillados por la vida ni conocen sus propias limitaciones”, al mejor estilo narcisista, “se exaltan a sí mismos” y se creen “iguales a los mejores”, aunque en realidad no lo son y difícilmente lleguen a serlo.

Y otra persona, enfocándose en los jóvenes, sostuvo que la juventud actual no respeta “ni a la autoridad, ni a los mayores, ni a los maestros”, agregando que los jóvenes prefieren “chatear” en vez de trabajar o de ejercitarse. Por eso, los de menor edad se han vuelo los “dictadores de padres y maestros”.

Todas esas observaciones (aún reconociendo que son generalizaciones y que las excepciones son muchas) parecen representar apropiadamente la situación actual de nuestra sociedad, en donde poco importan las consecuencias de las acciones propias, en donde es “lo mismo un burro que un gran profesor” (como dice el tango Cambalache), y en donde todos se creen mejores a todos y con el derecho de desmerecer al otro.

Además, las nuevas tecnologías, como Internet y las redes sociales, en vez de facilitar el diálogo, lo impiden y a la vez restringen la comunicación a textos cortos, divertidas imágenes o simplemente a un “Me gusta” (en el mejor de los casos). Por eso, las observaciones sobre la sociedad actual compartidas en los párrafos anteriores parecen acertadas y por eso mismo debemos ofrecer un importante detalle:

Las tres quejas arriba mencionadas fueron expresadas hace más de 2000 años.

La primera cita es del filósofo griego Demócrates, probablemente del siglo 1 antes de nuestra era, es decir, contemporáneo de Julio César y del emperador Augusto. Demócrates, que algunos dicen tuvo pensamientos similares a los de la democracia moderna, se quejaba del alto nivel de corrupción en la sociedad de su tiempo.

La segunda cita es del conocido filósofo Aristóteles, del siglo 4 antes de nuestra era. En este caso, la queja se enfoca en aquellos quienes, porque saben algo, creen que ya lo saben todo. Se trata (agrego yo) de una situación peor que la ignorancia, porque la ignorancia puede remediarse con conocimiento, pero el autoengaño pocas veces tiene remedio.

Y la tercera cita es de Sócrates hablando de los jóvenes de Atenas hace unos 2400 años, aunque podría aplicarse a los jóvenes de casi cualquier lugar del mundo en nuestros propios días. Pero los padres también son responsables por su incapacidad de aceptar la identidad de una nueva generación.

En definitiva, en 2500 años de “civilización” occidental, no hemos avanzado ni mejorado (casi) nada.

La realidad no sólo no mata los relatos, sino que ni siquiera les hace mella

Se repite con cierta frecuencia aquello de que “la realidad mata los relatos”, buscando expresar así que existen ciertos hechos o datos irrefutables que, al ser presentados o al tomar conocimiento de ellos, anulan relatos infundados o inverificables sobre la realidad. Lamentablemente, no es así.

Por ejemplo, los datos y las advertencias sobre las nocivas consecuencias de fumar, aunque se basen en sólida evidencia científica, poco hacen para cambiar la conducta de aquellos que desean fumar. Y lo mismo podría decirse de muchos otros productos y actividades que, aunque perjudiciales, siguen consumiéndose, usándose o practicándose.

De la misma manera, los argumentos racionales, las investigaciones históricas, las evidencias arqueológicas o lo que fuere que uno presente poco y nada hacen para cambiar los relatos de aquellos que prefieren seguir apegados a sus creencias, dogmas y doctrinas en vez de abrir su mente y corazón a la curiosidad y al asombro.

Y allí radica el centro de esta cuestión: nuestra peor adicción no es la adicción a las drogas, al dinero o a actividades inmorales. Nuestra peor adicción es que nos hemos vuelto adictos a nosotros mismos, como expresó el Padre Richard Rohr (si lo recuerdo bien).

Tan adictos nos hemos vuelto a nosotros mismos que todo pensamiento que no se ajuste a nuestras creencias o expectativas resulta inmediatamente rechazado y el causante de ese pensamiento indeseado queda marcado como hereje, traidor o mentiroso, siendo expulsado, anatematizado, excomulgado y enviado a un exilio real o social propio de otros tiempos.

En ese contexto, poco lugar queda (de hecho, no queda ningún lugar) para aquella actitud de curiosidad, aceptación y sana indignación que proponía Paulo Freire como base de una educación para la liberación. Y, como consecuencia, se repiten una y otra vez los mismos relatos sin otra base ni sustento que una mente y un corazón adictos sí mismos y separados de otros y del universo.

Eso relatos, o, mejor dicho, esas narrativas limitantes no solamente empequeñecen el mundo de los individuos, sino que resultan inmunes al diálogo creativo y a la empatía, perpetuando así (y hasta reproduciendo y expandiendo) un pensamiento acrítico, domesticado y superficial en el que se basan los actuales “órdenes sociales injustos” de los que hablaba Freire.

Como bien subrayaba este influyente pedagogo y pensador brasilero, (parafraseando) no hay un cambio en la educación sin que primero ocurra un cambio en el nivel de consciencia de los educadores. En un contexto más amplio, la Teoría U (Otto Scharmer) sostiene que todo cambio depende del nivel de consciencia del agente de cambio.

Pero los relatos limitantes no permiten cambio alguno, sino que sólo conducen a repetir el pasado o perpetuar el presente, negándose por eso a todo diálogo con “hechos” o con “datos” porque eso significaría un acto de introspección y una actitud de humildad.

Como ya indicamos, los datos no matan los relatos, por más descabellados que sean esos relatos. Ni siquiera les hacen un pequeño raspón. Pero los relatos pueden acallar los datos y cerrar la realidad.

Al hablar de temas serios, humor sí, risitas no

Recientemente participé de un encuentro de dirigentes comunitarios, empresarios y estudiantes convocado por los organizadores para conversar sobre un tema de innegable importancia: los grandes desafíos que enfrenta la humanidad en este histórico momento de transición a una nueva época. Para mi asombro (y molestia), la conversación se llenó casi inmediatamente de risitas.

Pocos días después (no por casualidad, sino por sincronicidad), leí un artículo escrito por el Dr. Eric Haseltine (neurocientífico) y publicado por Psychology Today, en donde Haseltine analiza los peligros del llamado “factor risitas” cuando las “risitas” se usan como mecanismo de defensa para no hablar de temas complicados o que representan una amenaza.

Según Haseltine, el factor risitas se activa cuando uno se encuentra en una situación “muy removida de la experiencia normal”, tan removida que produce “tensiones al alejarnos de nuestra zona de comodidad” y, por eso mismo, nos hacer perder “la ilusión de control y de predictibilidad de nuestro futuro”.

Dicho de otro modo, las risitas surgen cuando nos enfrentamos con innegable evidencia de “cambios impredecibles e incontrolables” en nuestras vidas, de modo que simplemente desestimamos esa evidencia, sea el cambio climático, la injusticia social, la inteligencia artificial, o la posibilidad de vida extraterrestre. No nos reímos de felicidad o alegría, sino por miedo.

Dos ejemplos me vienen a la mente. Por ejemplo, hace ya varias décadas, viajé con un grupo de amigos a otro país y al llegar a cierta ciudad en la que las personas se vestían de manera totalmente distinta a la nuestra, uno de los integrantes del grupo comenzó a reírse de tal manera que las risitas iniciales se transformaron en incontrolables carcajadas.

Y, más cercano en el tiempo, cuando yo ingresé al salón de clases de una universidad privada para dictar una clase de filosofía, una de las estudiantes me miró y comenzó con risitas, para luego reírse de tal manera que debió salir del aula para calmarse. No se trató de una falta de respeto, sino que, como ella me explicó, nunca en sus estudios había tenido un profesor latino.

En ninguno de esos dos casos hubo peligro alguno para nadie, pero el peligro de las risitas surge cuando los temas son tan serios que afectan a países enteros e incluso a la humanidad en general, como el cambio climático, la reciente pandemia, las actuales guerras y numerosos otros desafíos similares.

En esos contextos, las risitas son la expresión de “un ajuste inconsciente de nuestras percepciones para reducir el estrés asociado con un fenómeno potencialmente disruptivo”, como la inteligencia artificial reemplazando y desplazando a los humanos. En vez de responder al desafío, nos reímos y agregamos frases como “Eso nunca va a pasar” o “Dios no lo permitirá”.

Pero en nuestra época las “perturbaciones no anticipadas e inconfortables” ya suceden casi a diario, como bien lo dice Haseltine. Por eso, además de las risitas, ahora también se acude a ridiculizar y desestimar a quienes comparten serias preguntas sobre serios problemas. Pero recordemos que quien ríe último ríe mejor.

Vivimos en una época tan confusa que se nos dificulta incluso vivir

Recientemente leí un artículo en un conocido sitio de noticias internacionales en el que se decía que vivimos en una época probablemente sin precedentes históricos en la que las reglas, las leyes y los acuerdos ya no se respetan y en la que todo se enfoca insaciablemente en lograr más dinero, más atención, más ‘Me gusta’ como la meta de la vida.

Dicho de otro modo, vivimos en la época del hipernarcisismo en la que no se reconoce la existencia del otro como otro como yo y, de hecho, no se reconoce la existencia del otro. Mientras que el individualista dice “Yo soy el centro del universo”, el narcisista dice “Yo soy todo el universo”.

En ese contexto, las reglas, leyes y costumbres sociales, sea pagar impuestos, respetar las señales de tránsito o mantener la puerta abierta para que alguien entre primero, siempre son única y exclusivamente para otros, pero nunca se aplican a nosotros.

Y, por eso mismo, cada uno siente que ya no debe participar de una realidad colectiva, creando su propia “realidad” personal, que poco y nada tiene en común con la realidad compartida. Esta capacidad de autoengañarse al extremo (tan antigua que ya Heráclito hablaba de ella) impide, obviamente, todo diálogo genuino y creativo.

Por eso mismo, todo encuentro con otra persona se transforma en una competencia, en un conflicto y, en muchos casos, en una pelea. No se trata de escuchar y aprender, sino de escuchar para responder, para ganar un argumento. Ante la carencia de humildad y respeto, cada interacción se ve como una oportunidad de mostrarse como superior a la otra persona.

A la vez, y como consecuencia, ya prácticamente nadie asume la responsabilidad por sus acciones ni, mucho menos, por su propia vida. Ya no existe el hecho de ser responsable ante nada ni nadie y si, por esas vueltas del destino, alguien nos exige ser responsables, entonces lo consideramos una injusticia o una persecución, y buscamos a quien “echarle la culpa”.

Si recuerdo bien, en 2012 un estudio publicado por Harvard indicó que en ese año la actitud psicológica que acabamos de describir había llegado a ser la actitud psicológica prevalente entre los adultos de Estados Unidos, anticipando acertadamente que en el futuro cercano (es decir, ahora) esa actitud se globalizaría, como efectivamente sucedió, con trágicas consecuencias.

En el contexto de la Teoría U (una teoría de cambio basada en la autoconsciencia del agente de cambio), la situación aquí descripta se conoce como “ausentamiento interior”, es decir, una existencia basada en cerrar los ojos a la realidad, buscar a quien culpar y (en muchos casos) usar violencia física o psicológica para destruir (literal y figurativamente) al otro.

Esta patología social representa una dinámica de destrucción y autodestrucción (claramente visible para quien la quiera ver) porque bloquea todo acceso a vivir una vida basada en alcanzar nuestro verdadero potencial. En otras palabras, nosotros mismos bloqueamos la posibilidad de crear un futuro diferente. Tanto es así, que estamos colapsando interiormente sin siquiera saberlo

No debemos confundir el conocer nuestros problemas con el conocer nuestra vida

Recientemente, luego de una presentación comunitaria, una persona se acercó y me dijo: “Yo pensé que yo conocía mi vida, pero en realidad yo sólo conocía mis problemas”. Mi inesperada interlocutora ofreció un corto agradecimiento y prontamente se fue, dejándome con la sensación que su breve declaración expresaba y a la vez ocultaba una multitud de problemas.

Sin quererlo, o quizá plenamente consciente de lo que decía, esta persona expresó una verdad que muchas veces pasa desapercibida por la mayoría de nosotros: conocer nuestros problemas no significa conocer nuestra vida. Lamentablemente, esa confusión de “problemas” con “vida” reduce toda la vida a una interminable serie de problemas irresueltos.

Surge entonces la pregunta: ¿Por qué razón confundimos tener problemas con vivir? Entiéndase bien: la pregunta no es “¿Por qué siempre existen problemas en nuestra vida?”, una pregunta a la que filósofos, teólogos, poetas y fundadores de religiones, entre otros, han dado incontables respuestas. 

Nuestra pregunta no se enfoca en la razón de los problemas (o del sufrimiento, o del mal, como se lo quiera considerar), sino en la razón que nos lleva a asumir que vivir y tener problemas son una y la misma “cosa” (aunque, claro está, la vida no es una “cosa”). Una posible razón, si podemos acudir a Carl Jung, es nuestro nivel de madurez, o, mejor dicho, inmadurez.

Parafraseando a Jung, podemos decir que los problemas no se resuelven, sino que uno madura hasta superarlos. Pero para madurar debemos hacernos responsables de nuestras propias acciones y de los resultados de esas acciones. Por el contrario, lejos de invitarnos a asumir esa responsabilidad, nuestro contexto sociocultural nos invita a buscar a quién podemos culpar.

Por eso, como bien enseña el Padre Richard Rohr, pocos (si es que alguno lo logra) alcanzan esa “segunda mitad” de la vida, que no es una mitad cronológica, sino precisamente el asumir la responsabilidad por la propia vida, problemas incluidos. Pero esa tarea de meditación y de contemplación requiere mucho más esfuerzo que el de mirar un video o seguir a un influencer.

Una posible segunda respuesta sobre qué nos lleva a confundir “vida” con “problemas” es la creciente incapacidad de pensar que existen alternativas, es decir, que existen oportunidades y posibilidades aún no exploradas. Cuando el único mensaje que escuchamos es que para nosotros no existen opciones, tarde o temprano comenzamos a creerlo, incluso si ese mensaje es falso.

Esa situación me recuerda a la antigua historia de un elefante que, tras años de vivir encadenado, cuando finalmente se le remueven las cadenas sigue realizando el mismo recorrido que hacía antes, aunque podría caminar por hacia donde quisiese. Nuestras cadenas psicológicas son más pesadas y fuertes que las que se usan para encadenar a elefantes.

Existe aún otra posible respuesta: estamos tan distraídos que no le prestamos atención a nuestra propia vida. Como dice el conocido refrán, la vida es lo que nos pasa cuando estamos ocupados haciendo y pensando en otra cosa. Olvidarse de la vida significa olvidarse de sí mismo.

Vivimos en el mundo del revés y tenemos las pruebas para comprobarlo

Recientemente leí una noticia sobre el director de una escuela secundaria en algún lugar de Estados Unidos que fue a comprar una taza de café y, al pagar, entregó 75 centavos en lugar de pagar un dólar. El empleado de la tienda, en vez de alertar al educador sobre los 25 centavos faltantes, llamó a la policía y presentó una denuncia por robo.

La policía respondió y el director de la escuela fue arrestado y acusado de robo, a pesar de que él insistió que se trató de un error (había tomado sin querer el tamaño de taza equivocado) y ofreció pagar la diferencia. Pero el empleado insistió que era un robo y que, por eso, se presentarían cargos. Cuando eso sucedió, el director fue despedido de la escuela.

Todo por 25 centavos.

Mientras tanto, otras personas que seguramente no trabajan 60 horas a la semana (como, según las estadísticas, trabajan los educadores), ni ganan un salario mínimamente por encima del salario promedio (según datos oficiales), ni les interesa la educación o las generaciones futuras, comenten con toda impunidad atrocidades innombrables.

Están aquellos que se roban millones y millones de dólares, o que saquen sitios de alto valor histórico, o que venden absoluta basura haciéndola pasar como “medicina” o “comida”, y allí siguen con su gran vida, su abultadísima cuenta bancaria y su incontable colección de objetos prontamente destinados a la obsolescencia.

Y también están aquellos que matan a diestra y siniestra, o que envían a otros a hacerlo por ellos, que roban la cultura, el alma y el futuro de la gente, y desmantelan toda muestra de esperanza y de solidaridad. Y a pesar de todo eso y quizá por eso mismo, son recompensados, pero no castigados, por sus acciones.

Mientras tanto, si un educador, quizá cansado por un largo día de trabajo o quizá con el ánimo disminuido ante las continuas quejas de los maestros a su cargo, decide comprar una taza de café y elige el tamaño equivocado, entonces se lo considera un ladrón, se presentan cargos en su contra y se lo despide del trabajo.

Todo por 25 centavos. Si este no es un convincente ejemplo del mundo del revés, entonces no sé qué ejemplo nos puede convencer de que vivimos en una sociedad con el nivel de espiritualidad de un show en Las Vegas, el nivel de inteligencia de un parque de diversiones, y el nivel de ética de un niño pequeño, caprichoso y con hambre.

Y todo esto sucede precisamente cuando los problemas que enfrentamos como humanidad son desafíos sin precedentes y cuando esos desafíos se presentan muchas veces a nivel global, sin anuncio previo, de manera irreversible y sin solución a la vista.

Vivimos en una sociedad “mal educada, que desprecia la autoridad y no respeta a sus mayores. Chismea mientras debería trabajar y maltrata a sus maestros”, como ya lo decía Sócrates hace 2400 años. El problema es que, dos milenios y medio después, nada cambió y todavía nos negamos a madurar.

Nos hemos olvidado del futuro porque el pasado satura todo nuestro presente

Pocas dudas caben de que vivimos inmersos en una era en la que el pasado ejerce un control omnipresente en nuestras vidas. Ese control es tan fuerte que muchos (incluidos políticos influyentes y controversiales) buscan regresar al pasado o, al menos, intentan revivirlo.

En este contexto, surge la inquietante idea de que, al llenar todo el presente con el pasado, hemos relegado el futuro al olvido.

Esta proliferación del pasado no es simplemente una manifestación de nostalgia, sino más bien una tendencia que plantea profundas preguntas filosóficas y existenciales sobre cómo nuestra relación con el tiempo afecta nuestra perspectiva del futuro.

Por un lado, está claro que recordar y reflexionar sobre el pasado es esencial para nuestro aprendizaje y crecimiento continuo. Como bien señaló George Santayana, "aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo".

El pasado, con todas sus enseñanzas y experiencias, tiene un valor innegable que no puede subestimarse. Sin embargo, el problema surge cuando el pasado se convierte en una “morada segura” que no estamos dispuestos a abandonar y una “zona de comodidad” de la que no queremos salir.

Al mismo tiempo, el presente se ha convertido en un escenario en el que cada vez más individuos se encuentran atrapados en un ciclo incesante de recuerdos y experiencias pasadas porque los recuerdos proporcionan una sensación de control y certeza, es decir, una sensación de comprensión de lo que está sucediendo y también del futuro. Pero, en este proceso, ¿qué ha pasado con la noción de futuro?

La contemplación constante del pasado ha relegado el futuro a un rincón oscuro de nuestra psique colectiva. En otras palabras, hemos perdido la capacidad de soñar, de imaginar posibilidades y de anticipar lo que está por venir.

Nos hemos convertido en rehenes de un presente estático en el que el mañana se vislumbra como una repetición predecible del ayer. Esta mentalidad empobrece nuestras vidas y limita nuestro potencial porque nos impide co-crear un nuevo futuro.

"La imaginación es más importante que el conocimiento", afirmó Albert Einstein, destacando así la esencialidad de nuestra capacidad de imaginar y anticipar el futuro en nuestro desarrollo como individuos y como sociedad. Al ceder excesivamente al pasado, corremos el riesgo de descuidar nuestra visión del futuro.

Surge entonces la necesidad de establecer un equilibrio adecuado entre el pasado y el presente para no olvidarnos del futuro. No se trata de renunciar a nuestras raíces ni de descartar las lecciones aprendidas. Pero no podemos quedarnos ahí. Una planta o un árbol sano nunca desarrollará sólo raíces. A medida que crecemos, no podemos seguir viviendo en la cuna.

Además, es imperativo que fomentemos una cultura de anticipación y exploración, donde la curiosidad y la aspiración sean recompensadas, tanto en nosotros mismos como en nuestros semejantes.

Olvidar el futuro, generado por la saturación del presente con el pasado, es un laberinto en el que muchos entran sin darse cuenta. Recordemos que, si bien el pasado es un tesoro, el futuro se presenta como un horizonte de posibilidades.

Cada vez estamos más separados de la fuente de conocimiento y sabiduría

Recientemente tuve la inesperada oportunidad de participar brevemente en una clase de introducción a la filosofía en una institución terciaria en la ciudad en la que resido. Dado que me considero un filósofo (tanto en sentido académico como existencial de esa palabra), acepté la invitación. La clase resultó iluminadora, pero no de la manera esperada.

El profesor proyectó en la pantalla un video de YouTube, de cinco minutos de duración, sobre el tema del día. No hubo otra explicación que “Escuchen con atención”. En el video aparece un filósofo leyendo una reseña de un libro escrito por otro filósofo sobre un diálogo de Platón (Apología) en el que Platón cita a Sócrates.

Dicho de otro modo, yo (nivel 0) escucho a un profesor (nivel 1) que muestra el video de un filósofo (nivel 2) que lee un documento escrito por alguien más (nivel 3) de algo que escribió otro filósofo (nivel 4) sobre Platón (nivel 5) citando a Sócrates (nivel 6).

El resultado, obviamente, fue similar al del conocido juego infantil del “teléfono descompuesto” en el que alguien susurra un mensaje al oído de otra persona y así sucesivamente hasta el último participante comparte el mensaje en voz alta, sólo para descubrir que el mensaje final no refleja en absoluto el mensaje original.

Pero en este caso no se trataba de un juego infantil, sino de una de las más profundas observaciones de Sócrates sobre la existencia humana: la vida no examinada no merece ser vivida (es decir, no es una vida plenamente humana).

Básicamente, esa frase de Sócrates, filtrada a través de Platón, de un filósofo, de una reseña, de otro filósofo, y de un profesor, terminó siendo interpretada como “Una vida sin las comodidades o las cosas que nos gustan no vale la pena”. Nada se dijo de la búsqueda de la sabiduría, de la verdad, de la belleza y de la justicia, ni, mucho menos, del cultivo de la virtud.

Ese enfoque me recordó que, en mis épocas de profesor, cada vez que yo les pedía a mis estudiantes de filosofía que me dijesen qué quiso decir Heráclito cuando dijo “No se puede entrar en el mismo río dos veces”, inevitablemente la respuesta era “Es mejor no cometer el mismo error dos veces”.

La breve experiencia en la clase de filosofía (en realidad, un superficial encuentro sobre superficiales argumentos) dejó en claro cuántos niveles nos separan no sólo de la antigua filosofía griega, sino de toda otra fuente de sabiduría. Por eso, el pensamiento de Sócrates, de Jesús, de Buda o de quien sea se trivializa y comercializa desprejuiciadamente.

Aún peor, la filosofía se presenta (así sucedió en la clase a la que asistí) como una herramienta para ganar argumentos. ¡Pobre Sócrates! Tanto se esforzó para distanciarse de los sofistas (hasta pagándolo con su propia vida) para ahora se presente a Sócrates en un videíto precisamente para promover los sofistas!

El español Enrique Santín decía que “El futuro se piensa”. Para nosotros, entonces, parece no haber futuro. 

Estamos tan solos, aislados y separados que buscamos compañía entre robots y la IA

Se suponía que las así llamadas “redes sociales” iban a acercarnos los unos a los otros, derribando las barreras del tiempo y del espacio para poder comunicarnos casi instantáneamente con casi cualquier persona. Pero el único resultado fue separarnos aún más y ofrecernos pseudo  “amigos”, superficiales videítos, y diálogos sólo con dibujos, pero no con palabras. 
 

Por eso, la epidemia de soledad y aislamiento ha llegado a niveles impensables hace sólo unas pocas décadas y, además, se ha globalizado. Y la solución que ofrecen los expertos es usar más de la misma tecnología que ha creado el aislamiento, indicando que los humanos pueden mantener “relaciones significativas” con robots humanoides inteligentes y con la IA.
 

Así por lo menos lo afirman tres catedráticos australianos (Michael Cowling, Joseph Crawford y Kelly-Ann Allen) que estudiaron cientos de casos de interacción entre humanos y “robots acompañantes” y concluyeron que esos robots ofrecen el “respaldo social” que esas personas no encuentran en otros humanos. 
 

Y es ahí donde surge la pregunta: ¿tanto nos hemos devaluado a nosotros mismos como humanos y, por lo tanto, hemos devaluado la humanidad de otros que nuestra única alternativa para no estar solos es estar con robots o “hablar” con la IA?
 

El problema no es cuán avanzada sea la IA o cuán humanos parezcan los robots humanoides. Ni tampoco radica el problema en las opciones que las IA y los robots puedan ofrecernos para no sentirnos (o estar) solos y aislados. El verdadero problema radica en que muchos humanos ya se “sienten mejor” (dicen los expertos australianos) con robots que incluso con amigos cercanos.
 

Y esas personas se “sienten mejor”, dicen esos expertos, incluso cuando esas personas saben que no gozan de los “beneficios sociales” usualmente adjudicados a relaciones sociales saludables. Dicho de otro modo, la relación con la IA (en todas sus expresiones) provee “beneficios funcionales y emocionales”, pero no genera el “sentido de pertenencia” a un grupo o comunidad. 
 

A la vez, parece que los humanos ya no podemos generar entre nosotros mismos ese sentido de pertenencia, ya que ahora “amigos” son aquellos que figuran en nuestra lista de contacto en las redes sociales (incluso si ni siquiera sabemos por qué están en esa lista) y “enemigos” son todos aquellos que no piensan como nosotros ni creen exactamente lo mismo que nosotros creemos.  
 

El estar alienados de nosotros mismos y el habernos separado, por eso mismo, de los otros seres humanos (el otro nunca es “otro como yo”) genera como consecuencia nuestra separación de la naturaleza o, si se prefiere, del universo, o incluso de la divinidad, un tema ampliamente analizado por Otto Scharmer (teoría de cambio) y por Iain McGilchrist (neurociencia).
 

Esa triple separación (de nosotros mismos, de los otros y de la naturaleza) no se resuelve acercándonos a los robots. Por el contrario, de esa manera la separación se agiganta hasta convertirse en un abismo. En nuestro deseo de humanizar a la IA y a los robots que no nos importa deshumanizarnos a nosotros mismos. 

 

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