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Proyecto Visión 21

COMENTARIOS SEMANALES

El agua inmóvil y fría existe aunque nunca la hayamos visto

Se cuenta la historia (ficticia) de un joven que, tras vivir toda su vida en una pequeña aldea en la selva tropical, por algún motivo decidió salir a explorar el mundo y cuando regresó a su aldea dos años después explicó que había visitado un lugar en el que existía agua inmóvil y fría llamada “hielo”. 


Según la historia, sus amigos y familiares no le creyeron y hasta lo acusaron de mentir, porque, dijeron, ninguno de ellos en toda su vida jamás había visto agua inmóvil y fría. Y cuando el joven explicó que el “hielo” estaba en una zona que se llamaba “montañas” y en una época del año llamada “invierno”, en ese momento, ya no quisieron escucharlo.
 

Esta historia tiene una conexión directa con la famosa Alegoría de la Caverna que Platón comparte en su libro República. Un día, un prisionero logra salir de la caverna y comprobar la existencia de un mundo exterior. Por eso, decide regresar a la caverna y compartir su descubrimiento con sus antiguos amigos, pero ninguno de ellos cree lo que el exprisionero les cuenta. 
 

Más cercano en el tiempo y en la historia, se dice que Marco Polo, luego de regresar a Italia tras su famoso viaje a China, y luego de publicar un libro relatando esas aventuras, fue acusado de fraude y mentiras porque, según se creía en el siglo 13, no podía existir fuera de Europa una civilización tan avanzada como la que Marco Polo describía en su libro. 
 

Estos y muchos otros ejemplos similares de “verdades rechazadas” (como se las podría denominar) reflejan un fenómeno tan antiguo que ya la mitología griega lo incorporaba en la historia de Casandra, la princesa de Troya que tenía el don de la profecía, pero que también tenía una maldición, la de que nadie creyese lo que lo ella decía. 
 

Basándonos en estas distintas perspectivas (mitología, filosofía, historia), podríamos decir que los dos milenios y medio de la cultura occidental tienen como fundamento un continuo y constante rechazo a la verdad (sea como fuese que se presente o se la entienda) y que, como consecuencia, se crean narrativas e historias para perpetuar la mentira, la ilusión y la apariencia.
 

En nuestra sociedad, todos estamos tan encerrados dentro de nuestra caverna, de nuestra aldea o ciudad y nuestra cultura que creemos que los límites de nuestra experiencia son los límites de la realidad y que, por lo tanto, si alguien dice o hace algo distinto a lo que nosotros conocemos o experimentamos, esa persona debe ser considerada como mentirosa o demente. 
 

A la vez, todos aquellos que se animan a escalar frías montañas, a salir de su encierro para buscar otras luces, o a viajar a lejanos lugares del mundo (incluyendo el mundo interior), o, como Casandra, a ver al futuro, sufren de la misma maldición que sufrió Casandra: nadie les cree. Pero esa incredulidad no minimiza la verdad de la verdad. 
 

Quienes no ven el futuro nunca podrán escapar de su propio destino. 

 

La inteligencia artificial ya comenzó a imponer su monoculturalismo digital

En estos días, gracias especialmente a los grandes modelos de lenguaje, prácticamente no se puede leer nada que no haya sido escrito o traducido por la inteligencia artificial. Por eso, sin importar el tema o idioma, los artículos y las noticias tienen la misma estructura y siguen la misma secuencia. Es el amanecer del monoculturalismo digital.

El tema no es nuevo, obviamente. Ya en 2016 Shelly Palmer (reconocido experto en tecnologías) advertía sobre el “inevitable camino hacia el monoculturalismo digital”, entendido como la desaparición, debido a la IA, del “rico tapiz de la expresión humana”. Dicho de otro modo, la IA, sean algoritmos o modelos de lenguaje, está redefiniendo las creaciones culturales humanas.

Y no sólo es cuestión de historias, noticias o traducciones. Piénsese en los navegadores en los automóviles, a los que los conductores obedecen tan ciegamente que no importa si los lleva por carreteras cerradas o por impasables caminos de barro. Y como todos obedecen al navegador para seguir la ruta más rápida, se crean los congestionamientos que se quería evitar.

O piénsese en los algoritmos de las redes sociales, que hacen que sólo podamos ver y compartir lo que el algoritmo decide, no lo que nosotros u otros quieran compartir. Además, se da preferencia a mensajes y posteos de dudosa calidad y de aún más dudosa autenticidad y beneficios.

Pero ¿de dónde realmente surge el apabullante, arrollador monoculturalismo digital? No de la tecnología, sino de nuestra decisión de delegar en la tecnología todo tipo de decisiones, desde la creación de una imagen que de otra manera jamás hubiésemos creado, hasta un examen de ingreso a la universidad y hasta un diagnóstico médico o psicológico. La lista es interminable.

La situación se complica porque, como sabemos, la IA y sus derivados reflejan los mismos prejuicios y tendencias discriminatorias que sus creadores. Eso significa que no solamente quedaremos atrapados dentro de una burbuja de monoculturalismo, sino que, además, ese monoculturalismo tan será discriminatorio y prejuicioso como la sociedad actual, o quizá más.

A la vez, existe otra posible dimensión de ese monoculturalismo digital, lo que podría llamarse la versión “en fragmentos”, en la que cada uno de nosotros queda atrapado, fragmentado, dentro de su propia cultura digital y, como consecuencia, queda aislado de todos los otros, sin importar cuántos “amigos” o “seguidores” tengamos en las redes sociales.

En definitiva, por negligencia, desidia, pereza intelectual, o incapacidad, o por lo que fuere, estamos lenta pero inexorablemente creando nuestra propia narrativa limitante global, que, como toda narrativa limitante, resulta inaparente para el narrador y por eso permanece sin ser desafiada y sin que sus nocivas consecuencias se acepten.

Es cierto que los seres humanos no somos realmente buenos al tomar decisiones, sea de manera individual o colectiva. Las guerras, la contaminación, los conflictos sociales y todo otro tipo de circunstancias así lo demuestran.

Pero la solución no debería ser delegar la toma decisiones en la inteligencia artificial, sino madurar y asumir la responsabilidad de nuestra propia vida sin perder nuestra humanidad. 

¿Qué nos genera más ansiedad, los robots inteligentes o la destrucción del planeta?

 

Desde el 2019 se ha comenzado a hablar de ecoansiedad, un concepto que primero se aplicó a ese sentimiento negativo generado por la destrucción y contaminación del planeta y por el cambio climático (cualquiera que sea su causa) y que luego se expandió para incluir todo tipo de ansiedad relacionada con el futuro, incluyendo la llegada de robots inteligentes.

Queda claro que esta breve y superficial columna no es el lugar apropiado para analizar, ni mucho menos resolver, desafíos y problemas de alcance global. Y debemos enfatizar que no buscamos diagnosticar ningún tipo de situación mental o emocional, sea a nivel personal o social. 

Sin embargo, queda claro que algo está sucediendo. Estamos ante cambios profundos, irreversibles, inconsultos y transformadores. Y muchos de nosotros no sabemos realmente qué está sucediendo ni qué va a pasar con nosotros, con nuestras familias y nuestra comunidad, y, en definitiva, con la humanidad y con el planeta. 

Como recientemente expresó el Dr. Otto Scharmer (Instituto Presencing), no nos gusta lo que vemos y queremos ser parte de otra historia, otra narrativa, otra realidad, pero no sabemos cómo. Y esa brecha (aparentemente imposible de superar) entre lo que es y lo que nos gustaría que fuese es, y siempre ha sido, una de las principales causas de ansiedad.

Pero ya no se trata de que yo, o tú, o un amigo o familiar sienta ansiedad por alguna situación específica. Quizá por empezar un nuevo trabajo, o porque un nuevo bebé llegó a la familia. O por enfrentar una situación financiera o de salud altamente negativa. O por haberse ganado la lotería. Ahora todos estamos ansiosos, compartiendo muchas veces en silencio distintos niveles de ansiedad.

Por ejemplo, un estudio realizado en 10 países por expertos de la Universidad de Bath, Reino Unido (publicado en The Lancet en diciembre de 2021) revela que el 75 % de los jóvenes encuestados siente “terror” del futuro y un 50 % describió su sentimiento como “tristeza, ansiedad, enojo, impotencia y culpa.”

Por su parte, la Asociación Psicológica Estadounidense (APA) define la ecoansiedad como “el temor crónico de sufrir un cataclismo ambiental y la preocupación asociada por el futuro de uno mismo y de las próximas generaciones”. Pero ¿por qué es ansiedad? Porque, según APA, lo que enfrentamos es “una amenaza difusa”. Y eso genera “preocupación, depresión y apatía.”

Pero no se trata sólo del medio ambiente. Un reciente reporte difundido por la consultora tecnológica Wipro revela que, debido a la llegada de la inteligencia artificial generativa, “ha aumentado la ansiedad sobre el desplazamiento (de humanos) de trabajos en la economía global”.  

Y esa ansiedad, “tiene buenos fundamentos”. Después de todo, será difícil tener de compañero de trabajo a un humanoide súper inteligente, aunque ese humanoide se presente como un aliado.

¿Cómo superamos esa situación? Es imposible ofrecer una respuesta adecuada. Por eso, sólo mencionaremos al filósofo Soren Kierkegaard, que decía que, ante la angustia y la ansiedad, debemos tomar decisiones auténticas, y no buscar refugio en sistemas de creencias preestablecidos.

 

Ni la obsesión con el presente ni rechazar el presente resultan opciones viables

De la misma manera que ciertas personas sufren de la inflamación del apéndice, es decir, apendicitis, muchas personas sufren (o disfrutan, según sea el caso) de una metafórica inflamación del presente, que debería llamarse presentitis. En uno y otro caso, se trata de una situación que, tarde o temprano, deberá, literalmente, remediarse.

Para muchos, el presente (frecuentemente confundido con el “ahora”) es lo único que existe y, por eso, proclaman que se debe vivir en el presente y disfrutar del presente. Ya en la antigüedad se decía “Vivamos y comamos que mañana moriremos”. Esa actitud, elevada al nivel de presentitis, provoca tal encierro dentro del presente que el pasado y el futuro quedan olvidados.

De hecho, en varias ocasiones en las que tuve el privilegio de hablar ante grupos comunitarios sobre el nuevo futuro (o futuro emergente) la principal objeción a ese concepto fue que “lo único que existe es el presente”, entendiendo vivir en el presente como aprovechar al máximo “el poder del ahora”. 

Sin embargo, debe decirse que la presentitis reduce el “poder del ahora” a encerrarse dentro del presente y, como consecuencia, a desentenderse de las responsabilidades pasadas y futuras que toda persona debe asumir y enfrentar en algún momento de su vida. Perpetuar el presente impide abrir la mente y el corazón a las posibilidades y oportunidades que ofrece el futuro. 

Pero así como existen aquellos tan obsesionados con el presente que hacen del presente su único punto de referencia, también existen aquellos que, por la razón que sea, detestan al presente y se refugian en el pasado (la mayoría) o se autoengañan con un futuro ilusorio. (Aunque, como decía mi abuela, de ilusiones también se vive.)

Según el filósofo argentino Tomás Abraham, los “odiadores del presente”, como él los describe, siempre han existido. Son aquellos para quienes “todo tiempo pasado siempre fue mejor”, aquellos que se resisten a todo cambio y, aún más importante, se resisten a cambiar. Abraham asocia (con toda razón) a estos odiadores del presente con “letanías de moralismo”.

Pero ni el aferrarse obsesivamente al presente, ni el rechazarlo totalmente permiten vivir una vida plena. Según Abraham, odiar el presente (rechazarlo) impide abrir la mente a “las maravillas que existen y que se encuentran”. Y lo mismo podría decirse de aferrarse al presente, aunque en otro sentido: si se ve al presente como “la” gran maravilla, entonces se rechaza todo cambio.

Sin embargo, todo cambia. Las cosas cambian. El mundo cambia. La sociedad cambia. El universo no es el mismo que hace 14,5 mil millones de años. La tierra ya no es lo que era hace 4,5 mil millones de años. Los acelerados cambios políticos, sociales y tecnológicos del último siglo superan ampliamente los cambios en toda la historia anterior de la humanidad. 

Por eso, ni encerrarse dentro de un presente ficticio ni rechazar el presente en nombre de la melancolía del pasado o la ilusión del futuro resultan alternativas aceptables. Entonces ¿qué hacer? Cada uno debe decidir por su propia cuenta. 

 

¿Pueden realmente los jurados y los jueces decidir qué es real y qué no lo es?

En 1818, en la corte de Manhattan (Nueva York), el inspector estatal James Maurice llevó a juicio al mercader Samuel Judd por el delito de insistir que las ballenas eran mamíferos, y no, como todos creían en aquella época, peces.

Aunque el naturalista Lineo ya había dicho en 1758 que las ballenas eran mamíferos, esa postura era rechazada por la mayoría de las personas sobre la base de una equivocada lectura de la historia de Jonás en las escrituras hebreas, confundiendo al “gran pez” del que se habla en este texto con una “ballena”.

Tras sólo 15 minutos de deliberación, el jurado se inclinó a favor de Maurice, declarando que las ballenas eran, sin dudas, peces por no tener patas y por vivir en el mar. Aunque el veredicto quedó sin efecto sólo un mes después, sus consecuencias duraron décadas antes de desaparecer y aceptarse a las ballenas como mamíferos.

Luego, del 11 al 21 de julio de 1925 en Dayton, Tennessee, el maestro John Scopes fue llevado a juicio por haber enseñado la teoría de la evolución en una de sus clases, desobedeciendo una ley aprobada en ese estado que prohibía enseñar esa teoría. El juez a cargo del caso, John Raulston, rechazó cualquier testimonio por parte de científicos y declaró a Scope culpable.

Scope debió pagar una multa de $100 dólares ($1700 dólares en 2023), que luego sería cancelada. Pero la ley prohibiendo enseñar (de hecho, mencionar) la teoría de la evolución en ese estado siguió vigente hasta 1967.

¿Por qué mencionamos esos ejemplos? Porque el pasado 18 de agosto el juez Beryl Howell, de la Corte Federal del Distrito de Columbia, falló en contra de Stephen Thaler, quien sostenía que las creaciones realizadas por la inteligencia artificial que él usa deberían estar protegidas por derechos de autor en nombre de esa inteligencia artificial, y no de él, ya que él (Thaler) no había participado en ese proceso creativo.

En su fallo, el juez se refirió a que la ley de propiedad intelectual de Estados Unidos, que se remonta a 1790, enfatiza que “el elemento humano” el elemento central en la adjudicación de propiedad intelectual o derechos de autor y que esos derechos están diseñados para “fomentar la creatividad humana”.

Sin embargo, la primera generación de inteligencia artificial generativa ya está aquí y, aunque aun claramente en su infancia, esa inteligencia artificial ya puede producir autónomamente  “creaciones altamente sofisticadas y similares a las humanas” sin participación o decisión “de la creatividad humana”, como bien dice el experto Shelly Palmer.

En 1818 el juez del caso de las ballenas indicó que la ciencia, no la Biblia ni las leyes estaban en juicio. En 1925, la actitud del juez fue bastante similar. Y aunque en el caso actual de la inteligencia artificial esas indicaciones ya no aparecen explícitamente, la decisión se basa en una ley escrita en 1790 con las ideas y creencias de aquella época.

Quizá llegó la hora de redefinirnos a nosotros mismos antes de aprobar nuevas leyes.

Ocupar el mismo espacio no significa ocupar el mismo tiempo

Recientemente, el filósofo español Daniel Innerarity propuso (acertadamente) que el nuevo desafío social consistirá en resolver el dilema de aquellas personas que “viven en un mismo espacio, pero con diferentes horizontes temporales.” Aunque pocas veces lo pensamos y mucho menos lo admitimos, es verdad que compartir un espacio no significa vivir en el mismo tiempo.

Queda claro que las consecuencias filosóficas y prácticas de esa situación (insisto, seamos conscientes o no) son inmensas. En primer lugar, ya no podemos aceptar con obvio o como inevitable que aquella persona que está frente a nosotros (en el mismo espacio físico) está a la vez en el mismo tiempo, es decir, el mismo horizonte temporal.

Y en segundo lugar, esa falta de simultaneidad en la experiencia temporal abre la posibilidad no sólo a múltiples futuros y no solamente uno, sino también a múltiples futuros emergiendo y ocurriendo simultáneamente (aunque la simultaneidad parece ser una medida casi arbitraria que depende del observador y de la consciencia del observador).

Todo esto de proponer que cada uno de nosotros vive, por así decirlo, dentro de su propia burbuja temporal suena como algo ridículo y absurdo, como una pérdida de tiempo, como un ejercicio “filosófico” en el sentido despectivo de la palabra. Pero no es así. 

Pensemos, por ejemplo, que los niños pequeños tienen un horizonte temporal muy distinto al de sus padres. De hecho, a muchos niños les cuesta entender que sus padres también alguna vez fueron niños. Y el horizonte temporal de un historiador, de un arqueólogo, de un paleontólogo o de un astrónomo es mucho más extenso que el de la persona sin esas especializaciones.

Hace sólo poco más de dos siglos el poeta y pensador alemán Goethe decía que, para no andar deambulando por la vida, era necesario conocer unos 3000 años de historia, debido a que en aquella época no tan lejana se consideraba que ese era el horizonte temporal de la civilización humana. Desde entonces, ese horizonte se ha expandido exponencialmente. 

Esos ejemplos muestran que no todos compartimos la misma experiencia temporal, una disparidad que se agudiza (creo yo) en el caso del futuro, algo de lo que muchas personas prefieren sencillamente ni siquiera pensar. 

Por eso, Innerarity tiene razón al sugerir que, de aquí en más, resultará cada vez más difícil convivir con aquellos con quienes compartimos el mismo espacio, pero no el mismo tiempo. Y en el “nuevo” tiempo, nuestro entendimiento del tiempo y del universo están cambiando rápidamente. 

Por ejemplo, recientes experimentos en el acelerador de partículas de Fermilab (Illinois) muestran que, además de las cuatro fuerzas fundamentales del universo (gravedad, electromagnetismo, fuerza nuclear fuerte y fuerza nuclear débil) existiría una “desconocida” quinta fuerza fundamental. (¿Conciencia? Sólo pregunto). Y esas fuerzas varían en distintos lugares del universo. 

En ese contexto, la invitación a prepararse para interactuar con personas que viven, literalmente, en un tiempo distinto al nuestro (distinto, ni mejor ni peor) no parece descabellada. De hecho, podría ser la tarea más importante a lo que deberíamos dedicarnos. 

 

Ya casi llega la meta-metamorfosis global y nosotros miramos para otro lado

Ahora que la gran marea de ese experimento europeo llamado Modernidad ha comenzado a retroceder pueden verse en todo el mundo ideas, deseos y esperanzas que habían quedado ahogados durante los últimos 500 años. Pero a medida que la marea de la Modernidad sigue retrocediendo, aumenta la posibilidad de un tsunami de cambios globales e irreversibles.

Ese tsunami de cambios también ya ha comenzado y, contrariamente a lo que podría parecer, no se reduce ni a los serios problemas medio ambientales ni a la creciente injerencia de la inteligencia artificial en nuestras vidas, ni tampoco a la posibilidad de inminentes contactos extraterrestres. Los cambios actuales son una transformación total, una metamorfosis. 

Sin embargo, la magnitud y obviedad de esos cambios no significan que podemos apreciar la nueva realidad que estamos enfrentando. Veámoslo de esta manera: cuando la oruga comienza su proceso de metamorfosis, la oruga considera que está enferma y activa sus defensas para detener esa “enfermedad”. Sólo cuando la oruga deja de “defenderse”, la metamorfosis empieza.

Muchos de nosotros, quizá la amplia mayoría de la humanidad, ni siquiera pensamos en el nuevo futuro que ahora emerge. Y muchos otros (especialmente los políticos) consideran esta transformación global de la que ahora todos participamos (lo sepamos o no) como algo de lo que hay que “defenderse”, casi como una “enfermedad” que hay que erradicar. 

Por eso, lamentablemente, se repiten una y otra vez los insensatos esfuerzos por parte de demagogos para volver a un pasado que nunca existió como ellos lo recuerdan. Y esos oportunistas del miedo predican su distorsionado evangelio que trae consuelo a aquellos que, por creerse destinados a solamente ser orugas, nunca comienzan su propia metamorfosis. 

Se ha dicho, y con razón, que la vida es lo que nos pasa mientras nosotros estamos ocupados haciendo otras cosas. De la misma manera, podría decirse que el cambio, la transformación, es lo que nos pasa mientras estamos mirando para otro lado (quizá paseando por las redes sociales o enviando memes). Pero, en los humanos, la metamorfosis sucede aunque no seamos conscientes. 

De hecho, lo que estamos viendo y viviendo es una nueva y globalizada forma del inconsciente humano, en la que, lejos de ser un inconsciente colectivo que expresa arquetipos heroicos, se ha convertido en una letanía de superficialidades en las que todos aparecen como víctimas de algo o de alguien y nadie aparece con el deseo de asumir la responsabilidad por su propia vida. 

En muy pocos años, esa irresponsable inacción y esa superficialidad ante los desafíos y oportunidades del futuro emergente de poco y nada servirán porque, por ser ineficientes e inoperantes, sólo buscan repetir el pasado o perpetuar el presente, pero no pueden cocrear un nuevo futuro. 

Desde el colapso de la civilización en la Edad de Bronce hace 3200 años que la humanidad no experimentaba una transformación tan profunda como la que ahora vivimos, donde lo que fue ya no es (ni aunque todavía esté aquí) y lo que viene ya llegó (aunque no lo percibamos).  

 

¿Qué debe suceder para que aceptemos que la realidad cambió y actuemos apropiadamente?

Una de las características básicas del ser humano es, o mejor dicho, era la capacidad de adaptarse a nuevos ambientes y a nuevas circunstancias. Pero, según parece, esa capacidad está desapareciendo y ya son legión aquellos que, incluso a sabiendas, prefieren perpetuar el pasado o repetir el presente antes de aventurarse a aceptar una nueva realidad. 
 

Recientemente, por ejemplo, leí una noticia que ejemplifica lo que acabamos de expresar. Según la noticia, un granjero en China debió dejar el campo en el que había vivido toda su vida y trasladarse a vivir en una ciudad, específicamente, en el quinto piso de un edificio de departamentos.
 

El granjero hizo entonces lo que todo granjero haría: se llevó sus animales con él y los colocó en un improvisado corral en el balcón de su apartamento. El descontento de sus vecinos, debido a los ruidos y al mal olor, llegó a tal nivel que se tuvieron que contratar guardias de seguridad para que el granjero dejase de traer más animales al edificio.
 

Aunque esa noticia puede parecer pintoresca y hasta cómica, las acciones del granjero representan adecuadamente (aunque sea de manera exagerada) acciones similares que cada uno de nosotros realizamos cuando cambia nuestra vida, o cuando cambia la sociedad que nos rodea, o cuando entramos en una nueva época histórica (como ahora está sucediendo).
 

De la misma manera que un bebé sano, precisamente por gozar de salud, no puede ni debe permanecer en la cuna toda su vida, y de la misma manera que un niño o niña al crecer naturalmente descarta la ropa y los juguetes de los que antes jamás se separaba, los cambios en la vida nos invitan simultáneamente a crecer (madurar) y a descartar aquello que se volvió obsoleto.
 

Pero no lo hacemos.
 

Lamentablemente, muchas personas creen (creemos) que sus experiencias pasadas representan toda la realidad posible, pero, obviamente (o debería serlo), no es así. Cada uno de nosotros experimenta cambios en la vida debido a las circunstancias, pero, a la vez, cada uno de nosotros tiene un impacto en esas circunstancias. Es decir, creamos los cambios que nos cambian.
 

Sin embargo, vivimos en una cultura tan superficial que hasta hemos perdido la consciencia de que nosotros creamos nuestra realidad. 
 

Estamos tan separados (alienados) de nosotros mismos, de los otros (“el infierno”, como diría Sartre) y del universo o la divinidad que no nos reconocemos en lo que hacemos y, por eso, nos aferramos a lo que conocemos como si esa fuese toda la realidad posible y aceptable. Entonces, aunque todo cambie, aunque ya nada sea como antes, insistimos en vivir como antes. 
 

Como el mencionado granjero en China, acarreamos todo nuestro pasado a un nuevo lugar y a una nueva época, buscando no perder lo ya perdido y re-crear lo imposible de re-crear. Y cuando eso no sucede, activamos nuestro papel de víctima, de no ser ni entendidos ni aceptados. 
 

¿Qué tiene que pasar, entonces, para que finalmente aceptemos una nueva realidad? ¿Quizá abrir nuestra mente y corazón? 

 

¿Qué pasará cuando las supercomputadoras cuánticas sean el cerebro de robots inteligentes?

Según una historia publicada a principios de este mes, una nueva supercomputadora cuántica de Google puede resolver en cuestión de segundos problemas que otras supercomputadoras cuánticas tardarían 47 años en resolver. Dicho de otro modo, se redujo el tiempo de procesamiento de casi medio siglo a unos segundos. 
 

Si esa misma proporción se mantuviese cuando se active la próxima supercomputadora cuántica (y eso sin dudas sucederá antes de lo que se cree), entonces la próxima generación de supercomputadoras cuántica podrá resolver en millonésimas de segundo lo que ahora tarde algunos segundos en resolverse. 
 

Pero ¿para qué sirven esas supercomputadoras con esa inimaginable capacidad de procesamiento? Una primera respuesta es que se usarán para la navegación de carros y de vehículos autónomos, pero eso parece una tarea demasiado pequeña para tales supercomputadoras. 
 

Personalmente, creo que el uso de las supercomputadoras cuánticas será similar al que se ve en Viaje a las Estrellas: ayudar en la navegación de naves espaciales. ¿Y por qué no? Antes de negarnos a esa posibilidad recordemos que en algún momento se creyó que nada más pesado que el aire podía volar. En el mundo actual, decir “es nunca va a suceder” carece de sentido. 
 

A la vez, existen otras dos posibilidades para las nuevas supercomputadoras cuánticas, y nada tienen que ver con especulaciones mías o con mi intención de seguir viendo a Viaje a las Estrellas como un documental. 
 

Específicamente, se ha mencionado que China estaría estudiando el uso de supercomputadoras cuánticas para la administración de ese inmenso país. En ese contexto, quizá llegue el momento (y quizá no falte mucho tiempo) en el que ya no elegiremos presidente, sino que una supercomputadora nos gobernará.
 

Y, según otro reporte, las supercomputadoras cuánticas podrían usarse para una tarea más allá (según comúnmente se dice) del alcance de la ciencia y de la tecnología actual: comunicarse con inteligencias extraterrestres. Quizá ese sea el principal propósito del desarrollo de esta nueva tecnología. 
 

Existe aún otra posibilidad, la de que las computadoras cuánticas se conviertan en el cerebro de robots humanoides inteligentes. (¿Se acuerdan de Data?) La idea no es descabellada. Hace sólo un par de semanas se llevó a cabo en Ginebra una “reunión cumbre” entre robots inteligentes y expertos humanos para debatir “futuras posibilidades de cooperación”. 
 

¿Querrán los robots con un cerebro cuántico cooperar con nosotros? Probablemente ni siquiera querrán escucharnos. Pensemos en este ejemplo: hace dos semanas la revista especializada Plos One publicó un artículo sobre robots “económicos” construidos con piezas de LEGO que pueden “purificar” el ADN. 
 

Si los robots de LEGO pueden hacer eso, ¿qué no harán los robots superinteligentes? Quizá sea mejor no pensarlo, pero no le digan eso al arqueólogo español Eudald Carbonell porque él ya lo pensó. En febrero de este año, Carbonell indicó que a finales de este siglo habrá cuatro especies humanas: humanos tradicionales, humanos híbridos, humanos artificiales y humanos digitales. 
 

¿Qué pasará entonces cuando las supercomputadoras cuánticas sean el cerebro de robots inteligentes? Pasará lo que ellos quieran que pase. 

 

¿Hasta que punto nos hemos vuelto indeseables que hasta las orcas nos atacan?

El creciente número de ataques a barcos por parte de orcas en la zona del Estrecho de Gibraltar ha sido explicado (por lo menos preliminarmente) como la reacción de orcas adultas que tuvieron encuentros negativos con barcos similares. Dado que los ataques se concentran en el timón de los barcos (y no en los humanos), el mensaje es claro: “Llévense su tecnología a otro lado”. 

Además, esas interacciones entre orcas y barcos parecen tener un propósito específico para las orcas: entrenamiento. En todos los casos, una orca adulta (generalmente la matriarca del grupo) “ataca” el barco junto a varias orcas jóvenes a quienes les “enseña” cómo inmovilizar el timón. Se trata, entonces, de un acto educativo intergeneracional para la supervivencia de las orcas.

Pero ¿por qué tienen que defenderse las orcas de los barcos? Porque las orcas están allí (en la zona del Estrecho de Gibraltar) para comer (principalmente atún) y los barcos se lo impiden. Entonces, una vez que dejan al barco inmovilizado, las orcas pueden volver a comer. Y eso es exactamente lo que hacen. 

Las orcas (parientes cercanos de los delfines y tan inteligentes como ellos) dejan en evidencia con sus acciones hasta qué punto la presencia humana trastorna y deforma la naturaleza. Pero mientras que muchos otros animales simplemente ven desaparecer su hábitat sin posibilidades de quejarse, las inteligentes orcas han encontrado una manera (parcial) de defenderse. 

¿Qué tiene que ver esto con nosotros, los humanos? Absolutamente todo. Seamos honestos: tanto nos hemos acostumbrado a aceptar acríticamente a la tecnología que hasta nos molesta que incluso los animales la rechacen. Tanto creemos (erróneamente) en las indisputables bondades de la tecnología que asumimos que se trata de trata de algo tan natural como la naturaleza misma.

Y entonces, en este enfrentamiento entre la tecnología y la naturaleza (animales incluidos) nos inclinamos siempre e inmediatamente a favor de la tecnología, desnaturalizando cada día más un planeta cada vez más tecnologizado. Y eso significa una humanidad cada vez más deshumanizada. 

¿Qué significa una humanidad deshumanizada? Es una humanidad que pasó en pocas décadas de ser ayudada por la tecnología a ser orientada por la tecnología a ser controlada por la tecnología. Todo (o prácticamente todo) lo que vemos, lo que compramos, lo que leemos y lo que nos entretiene está controlado por algún algoritmo. Y cada vez delegamos más decisiones importantes en la tecnología, desde citas para encontrar pareja hasta ingresar a la universidad. 

Quizá sea hora de escuchar más las orcas y a otros animales, es decir, de prestar atención a las consecuencias de nuestras acciones en las vidas y en las muertes de esos animales. Y a la vez deberíamos escucharnos a nosotros mismos y hacernos responsables de las vidas y las muertes de otros seres humanos. Después de todo, nuestra propia supervivencia está en juego.

Lamentablemente, estamos tan separados de nosotros, de la naturaleza, de los otros y de la divinidad que poca esperanza queda que lleguemos alguna vez a ser una humanidad adulta y responsable. 

 

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